domingo, 7 de octubre de 2012

Happy birthday

Digamos que pudo pertenecer a la generación de mis abuelos. Por allá por 1913, quince años antes que nacieran mis padres, propuso ese modelito mini-planetario que todo el mundo de hoy asocia con un átomo. Niels Bohr nació el 7 de Octubre de 1885, exactamente 127 años y dos días antes que mi hija pequeña.
No hace tanto tiempo que sabemos ciertas cosas.

martes, 17 de julio de 2012

Por la simpleza de mi gente


Podría contar tantas cosas del pueblo donde nací,  
de la simpleza de mi gente,  
de su humildad, de su trabajo...  
de sus ambiciones postergadas,  
de su silencio, de su amor.  


Podría hablar de la inmensidad de un amanecer,  
de la tristeza de un tren partiendo  
llevándose un amigo muy lejos, quien sabe adonde...  
del primer amor, una flor entre las manos  
esperando a la salida del colegio,  
un banco de la plaza y el cine los domingos,  
de todo un mundo de ilusiones  
que el mismo lugar transforma en realidad o en olvido.  


Y mi gente, me dio tantas cosas  
como ellos nunca sabrán,  
aprendí tanto de mi abuelo arando su tierra,  
de mi padre trabajando la madera,  
del amor de mi madre por nuestra casa...  
de vivir entre calles de tierra,  Letra de Por la simpleza de mi gente - Sergio Denis - Sitio de letras.com
de compartir la alegría de mis hermanos,  
de sonar en mil noches perdidas  
con futuros inciertos...  


Podría hablar de tantas cosas,  
del potrero y mi camiseta de fútbol,  
del día mas feliz de mi infancia,  
cuando los camellos se comieron todo el pasto,  
se tomaron toda el agua,  
y el negro Baltazar nos dejo un mecano...  


Y mis pantalones largos,  
y la escuela secundaria,  
y los bailes de estudiantes,  
y mi primera guitarra,  
y Salvador Gangone tocando su violín,  
y mi amor eterno por la profesora de matemáticas,  
y yo siempre buscando el camino,  
siempre buscando el camino.  





Sergio Denis

miércoles, 11 de enero de 2012


Defensa de la derrota

Se apoyará, primero, los brazos estirados, las palmas de las manos contra la pared. Respirará hondo y acompasadamente varias veces, hasta que el frío de la pared le llegue. Cerrará los ojos, no mucho tiempo. Sentirá entonces, penetrándole, un reposo húmedo. Será la tristeza. Algo tibio. Intimo, casi fraterno. Decididamente poético. Eso. Poético. Se sentará entonces, sin mirar a nadie. Le punzarán algunas miradas furtivas. De reojo. No deberá hablar casi. Ni insultar. Deberá callar largamente. Sentirá entonces, creciéndole, un orgullo callado, quieto. Será la dignidad. Lo tomará del hombro, llenando con blandura el silencio que acompaña a los fracasos. No deberá llorar. Nunca. Tal vez apretar fuertemente la mandíbula. Un instante. Se pondrá de pie. Sentirá entonces, en el pecho, detrás de los labios, un escozor denso y aguachento. Será el romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas. Tomará entonces su frágil fama, su trémulo orgullo antes impecable, se vestirá con ellos cuidadosamente, casi con cariño, y se marchará. No habrá las historias resonantes de la victoria, las felicitaciones sofocantes de la victoria. Estará solo. Y tendrá que caminar lento, pero no muy lento. Una mano en el bolsillo y un gesto vacío en la cara. Apenas una palidez quebradiza en la piel cubierta paternalmente por la solapa levantada. No habrá ni un solo amigo. Ni uno. O tal vez uno que respetará el momento, el silencio, la tristeza, que dejará caer casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre el hombro, como temiendo romper algo, como temiendo que se le desprenda al vencido ese fino revoque de melancolía, de nostalgia.
El vencido sacudirá una vez la cabeza, o dos, en agradecimiento, sin hablar, porque una palabra, un gesto amartillado en falso, puede precipitar el llanto. Y el vencido digno no se permitirá llorar ante terceros. Se marchará solo. Se preparará en su casa un café fuerte, negro, espeso y caliente. Se tomará la cara con las dos manos, para apretarse aun más sobre los párpados esa poesía inútil de las derrotas. Para fijarse sobre los pómulos todo el romanticismo suave e impalpable de las derrotas. Se podrá permitir, ahora sí, un gesto nervioso, un puñetazo corto y duro al aire dulzón de la cocina o bien sobre la mesa. Se podrá permitir, ahora sí, llorar con un llanto comprimido, convulsivo, desesperado y hondo contra el marco de la puerta del comedor. Deberá luego lavarse la cara, secarse los ojos con una toalla. Mirarse al espejo preguntándose si tenía realmente necesidad de llorar.
Y se sentará en el sillón.
Tomará su café.
No se sentirá tan mal, después de todo.


Roberto Fontanarrosa