La maledicencia
"Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía."
Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuar lo potencialmente. sin el valor de la acción rectilínea.
José Ingenieros, "El Hombre Mediocre"
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuar lo potencialmente. sin el valor de la acción rectilínea.
José Ingenieros, "El Hombre Mediocre"
4 comentarios:
siempre es bueno recordar esto de Ingenieros..
Lo de releer...si, siempre es bueno. Tuve que mudar la biblioteca para que esos pequeñitos libros de Eudeba con 30 años y 20000 km me cayeran de nuevo entre las manos...
Gracias por la visita! Lo invitaria unos mates pero es que ni sé en qué caja estarán las calabazas. Pero volveré y seré orden y progreso.
Salu2. G.
Me corresponden los derechos de autor sobre una imagen digitalizada. Ahora la corto por la mitad, ¿me siguen correspondiendo los derechos?
¿Y si la vuelvo a cortar por la mitad?
¿Y si la sigo cortando hasta llegar a un píxel?
Venía a avisarte que soy el dueño de #a0a0ff.
Palbo: cual es #a0a0ff de que hablas? SI tomé alguna imagen para ilustrar algo y no puse la fuente, mis discuplas desde ya. Quedo a disposición para a) borrarla, b) que me proporciones la fuente.
Saludos
G
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