sábado, 15 de marzo de 2008

Y dale con ésto, che

La maledicencia


"Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía."


Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuar lo potencialmente. sin el valor de la acción rectilínea.




José Ingenieros, "El Hombre Mediocre"

jueves, 13 de marzo de 2008

Seguimos con el Asunto Éste

Los Peligros Sociales de la Mediocridad

La psicología de los hombres mediocres caracterizase por un riesgo común: la incapacidad de concebir una perfección, de formarse un ideal. Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades convencionales.
Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan.
Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño delsabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no sospechan que existe el infinito más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de virtud; no la conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; aveces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.
No vibran a las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados.
No saben estremecerse de escalofrío bajouna tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa. No viven su vida para sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares.
Carecen de línea; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer.
Trocan su honor por una prebenda y echan llave a su dignidad porevitarse un peligro; renunciarían a vivir antes que gritar la verdadfrente al error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidospor igual, como los polos de un imán gastado.Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número suplea la febledad individual: acomúnanse por millares para oprimir acuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina.

Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignifi-cancia, fortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad esmoralmente peligrosa y su conjunto es nocivo en ciertos momentos dela historia: cuando reina el clima de la mediocridad.Épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su favor. Elambiente tórnase refractario a todo afán de perfección; los ideales seagostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen suprimavera florida. Los estados conviértense en mediocracias; la faltade aspiraciones que mantengan alto el nivel de moral y de cultura,ahonda la ciénaga constantemente.Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituyenun régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles. Subvierten la tabla de los valores morales, falseando nombres,desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración unaimprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez.En la lucha de las conveniencias presentes contra los ideales futuros, de lo vulgar contra lo excelente, suele verse mezclado el elogio delo subalterno con la difamación de lo conspicuo, sabiendo que el uno yla otra conmueven por igual a los espíritus arrocinados.
Los dogmatistas y los serviles aguzan sus silogismos para falsear los valores en laconciencia social; viven en la mentira, comen de ella, la siembran, lariegan, la podan, la cosechan. Así crean un mundo de valores ficticiosque favorece la culminación de los obtusos; así tejen su sorda telarañaen torno de los genios, los santos y los héroes, obstruyendo en lospueblos la admiración de la gloria. Cierran el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila.
Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo estudia la verdad, tiene que luchar contra los dogmatistas momificados; si un santo persigue la virtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si el artista sueña nuevas formas, ritmos o armonías,ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del convencionalismo; si un juvenil impulso de energía lleva ainventar, a crear, a regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; sialguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los servilesle ladra; al que toma el camino de las cumbres, los envidiosos le carcomen la reputación con saña malévola; si el destino llama a un genio,a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las me-diocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar suspropios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.



José Ingenieros (1877-1925) "El Hombre Mediocre"